Por Eliezer Taveras.
𝗡𝗼 𝗱𝗲𝗿𝗿𝗶𝗯ó 𝗲𝗹 𝘁𝗲𝗺𝗽𝗹𝗼. 𝗦𝗼𝗹𝗼 𝗱𝗲𝘀𝗲𝗻𝗰𝗵𝘂𝗳ó 𝗲𝗹 𝗮𝗹𝘁𝗮𝗿
Hay gestos que parecen políticos. Pero en realidad son quirúrgicos.
Hay frases que suenan como provocación, pero funcionan como bisturí.
A veces no se necesita dinamita para derrumbar un sistema.
Basta con señalar su incoherencia… y cortar el flujo de dinero.
Eso fue lo que Diego Muguet entendió —y escribió con precisión milimétrica— cuando analizó el congelamiento de fondos a Harvard anunciado por Donald Trump.
No se trató de una rabieta ideológica. Ni de una simple batalla contra la “diversidad”. Fue, en palabras de Muguet, una declaración de guerra al núcleo simbólico de la elite occidental decadente.
Porque Harvard, más que una universidad, se convirtió en el Vaticano laico del progresismo global. Un templo —como lo llama Muguet— donde se forja desde hace décadas la casta sacerdotal del “pensamiento correcto”: aquellos que determinan lo que se puede decir, pensar, enseñar y cuestionar.
No es solo una fábrica de diplomas, sino una usina ideológica donde se redactan los nuevos dogmas morales del siglo XXI, cuidadosamente envueltos en el lenguaje de la “inclusión”, la “justicia” y la “equidad”.
Es desde ahí que salen los intérpretes autorizados de la “realidad”: periodistas que definen lo que es verdad; abogados que dictan qué es justo; académicos que rescriben la historia; ingenieros sociales que diseñan la mente colectiva.
Como bien observa Muguet, Harvard ya no forma apenas profesionales. Forma administradores del imperio cultural, encargados de mantener intacta una narrativa donde el mérito es sospechoso, la fe es una amenaza y 𝙡𝙖 𝙗𝙞𝙤𝙡𝙤𝙜í𝙖 𝙥𝙪𝙚𝙙𝙚 𝙨𝙚𝙧 𝙧𝙚𝙚𝙨𝙘𝙧𝙞𝙩𝙖 𝙨𝙚𝙜ú𝙣 𝙚𝙡 𝙜𝙪𝙞ó𝙣 𝙙𝙚 𝙩𝙪𝙧𝙣𝙤.
Y Trump, con su torpeza calculada, no fue a dialogar con el sumo sacerdote. Fue a apagar las luces del altar.
El artículo no romantiza al expresidente. Tampoco lo convierte en mesías. Pero lo posiciona como algo aún más incómodo: alguien que no quiere reformar el sistema desde dentro… sino exponerlo desde afuera.
Y eso, para muchos, es intolerable.
Muguet va más allá. Señala que las “palabras bonitas” sobre inclusión y diversidad no son neutrales: son el canal por donde entra una nueva religión ideológica, que justifica censura, victimismo, inversión de valores, y el desprecio hacia las raíces que dieron forma a Occidente.
Y tiene razón.
Por eso este gesto —aparentemente insignificante— ha generado tanto ruido. Porque no es solo un recorte presupuestario.
Es una señal.
Es una grieta en la fachada.
Es la voz de alguien que grita: “el emperador está desnudo.”
Ahora bien…
¿Trump es el salvador del mundo? No.
¿Es el nuevo profeta del orden perdido? Tampoco.
Pero está haciendo lo que muchos no se atrevieron a hacer: levantar el velo.
Y eso —en una época donde el engaño se viste de virtud— ya es un acto revolucionario.
Sí. Era necesario que alguien lo hiciera.
Porque no se puede reconstruir una civilización si primero no se expone lo que la está pudriendo desde adentro.
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